Hay una percepción generalizada de que la música clásica, a diferencia de la música popular “no tiene ritmo”.
Estimo que en algún momento del siglo XIX, la necesidad de establecer una diferencia clara entre los músicos “populares” y los de élite (esa necesidad no existía en la sociedad feudal previa, en la que las élites se diferenciaban por sí mismas), habrá operado sobre el concepto de que el ritmo (ese componente esencial de la música, que establece un lazo entre la escucha, la mente, el cuerpo, el movimiento y tantas cosas más) era algo “impuro” que no tenía lugar en las academias o en los salones de concierto. El ritmo quedó entonces como una característica de la música popular, música que, además, es la que se relaciona con la danza recreativa.
En sintonía con esta idea, mucha música del siglo XX aniquiló definitivamente el ritmo desde la composición: por ejemplo, Schoenberg se niega sistemáticamente a ubicar las notas en patrones temporales regulares en sus obras atonales porque entiende que hay una relación intrínseca entre esa regularidad y la sensación de tonalidad.
Ahora bien, debería tenerse muy en cuenta que para la mayoría de la música del siglo XIX y para la totalidad de la música de los siglos anteriores, la presunción de que no se debe concentrar el esfuerzo de interpretación en lograr un ritmo presente y vivo de la manera en que lo buscamos (espontáneamente) en la música popular, me parece bastante errada.
La visión del ritmo como algo “impuro” se hace clara en propuestas de música popular “estilizadas”, que bajo la dudosa pretensión de “jerarquizar” el género, lo hacen imitando las formas de la música “clásica”, por ejemplo, haciendo versiones con orquesta sinfónica o cuarteto de cuerdas. La percepción más clara de la diferencia de estilo cuando una orquesta sinfónica aborda alguna música de origen popular o tradicional es la de falta de ritmo. Por un lado, esto responde a la necesidad del compositor o arreglador de encajar su música en el molde de la música clásica. Por el otro, a los músicos de una orquesta sinfónica no se les puede pedir que tengan un conocimiento cabal del ritmo que están ejecutando.
En esto último se presenta un problema central de la interpretación que -con matices- generalmente, el músico “popular” aborda prematuramente en su aprendizaje y al músico clásico le llega -si es que lo hace- mucho más tarde y con mucha menos intensidad: En cada obra es necesario “trabajar” el ritmo para aportarle fuerza, interés e incluso expresividad. El mismo significado de la palabra ritmo es diferente para un músico popular que para un clásico. Para éste, el ritmo es la relación de los valores de duración (así nos lo enseñan los textos sobre teoría musical). Para el músico popular, el ritmo es una pulsión, una sensación corporal, que inunda muchos o casi todos los aspectos de su interpretación. Sobre la diferencia entre la métrica y el ritmo publiqué en este blog un artículo hace algunos meses en el que hablo extensamente de esa problemática.
Con esta acepción de ritmo es difícil incluso coincidir con el pensamiento generalizado de que la música popular de hoy “es solo ritmo”. El ritmo es una pulsión más profunda que se relaciona con el cuerpo, la articulación (el lenguaje) y la proporción. Músicas como el reggaeton o el monótono beat de la música pop electrónica no puede considerarse realmente ritmo… es solamente métrica y el ritmo (aún estando en un primer plano) es realmente muy pobre.
https://www.youtube.com/watch?v=fdZ2yZKep1c
Desde luego que hablo con generalizaciones, en todos los casos hay excepciones, y, de hecho, la influencia de la idea de que algo “sin ritmo” es más refinado, se ve por todos lados en la música popular actual. En el folclore argentino de hoy, por ejemplo, ya casi no hay cabida para un grupo que trabaje esencialmente con el ritmo, como Los Chalchaleros, que fueron el grupo más famoso del país durante al menos medio siglo y hoy son vistos como una especie de música atrasada y hasta “bruta” comparada con la música de hoy, supuestamente más “evolucionada”.
Por otro lado, los grupos más populares de folclore “festivalero”, como Los Nocheros, no expresan realmente una sentido rítmico en su música, pues el ritmo está representado solamente en una percusión monótona que hace un instrumento exclusivamente dedicado a eso y que, además, nunca interactúa con la melodía, como sucede en Los Chalchaleros, en donde pareciera que el bombo, el rasguido de la guitarra y los matices de los cantores provinieran del mismo lugar. Incluso, puede notarse que el bombo en Los Chalchaleros no se toca permanentemente, como en la práctica actual, sino que va destacando determinados elementos de la rítmica que ya están presentes en el conjunto; no hay en el bombo un rol específico que no puedan cumplir las guitarras. En el rock ésto no sucede: la batería cumple pura y exclusivamente el rol rítmico y es impensable un grupo sin ella, pues todo el andamiaje rítmico desaparecería.
No debería sorprender que en la música “clásica” del Siglo XX (imposible evitar las comillas… la música del Siglo XX no alcanzó el estatus de convertirse en clásica, pero se reconoce -acertando parcialmente- como la heredera de aquella tradición de la música transmitida por estudiosos a través de libros y partituras, en lugar de la otra, la popular, más relacionada a la transmisión oral. Ya sabemos que este límite es bastante borroso) también podemos encontrar música que se clasifica como “rítmica”. Muy especialmente, la música de compositores como Stravinsky o Prokofiev, y aquí en Argentina, Ginastera. La introducción de ritmos de danzas populares otorga un componente muy enérgico a su música, pero la libertad del ritmo que se observa en las músicas populares tradicionales no suele aparecer por allí. Se trata de un ritmo rígido y uniforme, que, además, no dialoga con la melodía.
Es decir, en líneas generales, se reconocen dos extremos en la música de la actualidad, tanto académica como popular: uno enérgico y rígido, al que se le llama “rítmico”, generalmente identificado con lo primal y lo primitivo; del otro lado, una expresión lírica o romántica (en el sentido que se da coloquialmente a estos términos) en donde el ideal es el de una música de sonido continuo, sin rugosidades, sin articulación, ni ningún tipo de ruido o interrupción, que se identifica con el refinamiento y la elevación. Ambas tendencias aparecen en toda la música de la actualidad, tanto “clásica” como popular.
De allí una tendencia a pensar que cuando se quiere lograr una expresión “melódica” hay que disminuir el sentido rítmico lo más posible, y que cuando se quiere buscar una expresión “rítmica”, la métrica debe ser completamente inmóvil y el rubato debe evitarse sistemáticamente.
Pienso que esto es un gran error, porque la melodía cobra su fuerza gracias al ritmo (y esa fuerza construye también la expresividad de la melodía) y, por otra parte, hay una multitud de razones para evitar a toda costa la inmovilidad en la métrica, aún en los pasajes “rítmicos”.
Esto me lleva a otra idea que va dando vueltas, tanto en la teoría musical académica como en la práctica reciente de la música popular: que el ritmo y la melodía son dos cosas separadas.
Muchas veces se dice que los acompañantes hacen “el ritmo” en un conjunto. Yo más bien pienso que el acompañante debe (a toda costa) evitar formar el ritmo unilateralmente, y es el cantor (o el solista) el que debe proponer el ritmo, que el acompañante secunda. Es una de las enseñanzas que me dejó el acompañar a los viejos cantores de tango.
Es posible que exista el ritmo sin melodía (notas escritas en la partitura), formando un contenido musical coherente; por ejemplo, en música como el konnakol indio, en donde la voz solo canta fonemas que se relacionan con los que se tocan en la percusión -especialmente, la que se ejecuta en el tabla, como la explica en este video Ravi Shankar. Es interesante ver cómo en la música de la India, la voz es equivalente a un instrumento de percusión, algo de lo que la música de Occidente intenta alejarse cada vez más. Esto es de lamentar, pues además de empobrecer al canto (especialmente en lo que se relaciona a la articulación), también lo hace con la percusión: la percusión de occidente es francamente pobre si se la compara con la de la música de la India, que con toda intención se acerca al instrumento musical más propio del ser humano, es decir, su propia voz.
En cambio, la melodía disociada del ritmo es algo imposible. Para que exista la melodía es necesario el ritmo (e insisto una vez más: estoy hablando de ritmo y no solo de métrica, es decir, la métrica pero también la articulación y el ordenamiento jerárquico de la estructura del compás). Cito palabras de mi admirado Horacio Salgán: “Es necesario observar que una de las características más particulares en cuanto al Acompañamiento se refiere es la alternancia y uso de múltiples recursos que, en una interacción con la Melodía dan como resultante el Ritmo de Tango. Obsérvese esto muy bien, el Ritmo surge no sólo del Acompañamiento en sí, sino de la complementación entre éste y la Melodía, usando la infinidad de recursos rítmicos y melódicos que dispone el Tango, requeridos de acuerdo a lo que la misma Melodía va pidiendo”. En éstas palabras (una simple advertencia al principio de una colección de tres arreglos para piano de tangos clásicos) que aparentemente definen solo al Tango, Salgán probablemente esté definiendo el ideal que se espera en casi cualquier melodía con acompañamiento.
La relación que encuentra la música popular con el ritmo es mucho más directa y también mucho más exigente. Muchas veces, aprender un género es poco más que aprender solo el ritmo. Un músico puede pasarse la vida aprendiendo sobre el ritmo de las danzas que toca. Tanto es así que, por ejemplo, quien toca chacareras no suele tocar bien chamamés, y quien sabe mucho de tonadas no siempre sabe de vidalas. Es decir, en la música popular, muchas veces también es necesario un grado de especialización. Lo mismo sucede con los grandes guitarristas flamencos, que suelen ser conocidos por su ejecución de ciertos “palos”, no más de tres o cuatro, y si bien seguramente dominan muchos más, se especializan en ellos, pues desenvolverse con soltura en un ritmo bien puede ser un trabajo para toda la vida.
El aprendizaje del ritmo en la música popular es un camino largo para quienes llegan “de invitados” a un género (algo que, hoy en día, gracias a la colonización cultural, es casi la inmensa mayoría de los casos: los jóvenes nos sentimos turistas en nuestra propia cultura, descubriendo al Tango, a las Zambas y hasta a nuestros compositores “clásicos”). Y, para quien nació dentro de una cultura, es parte misma de su ser y su relación con su comunidad (y su paisaje, agregaría Yupanqui).
La música “clásica” de los siglos XVIII y anteriores (y de gran parte del siglo XIX) también debería ser considerada como una música rítmica. Claro que, para ello, es el intérprete el que tiene que leer la partitura desde otros conceptos que los que habitualmente manejamos (en un artículo previo, me pregunto -muy largamente- qué es lo que está escrito en una partitura).
Por empezar, hay muchas danzas incluidas en lo que incluso consideramos música “muy seria”, como por ejemplo, los Minué dentro de las sinfonías de Mozart (¡incluso en las de Beethoven!). Ni que hablar con los valses del siglo XIX (lo de Chopin, tan conocidos, y dentro de la música de Chopin, las mazurkas, las polonesas, incluso las baladas, que son prácticamente valses con forma de sonata). Y, en la música del barroco (por supuesto, incluyendo a Bach), cada número de los que componen la suite (a excepción del preludio cuando lo hay) son danzas cortesanas (esto incluye también a las partitas, que es la versión italiana de la suite).
El aprendizaje del sentido profundo de un ritmo en la música popular, cuando se lo hace “de visitante” (puedo hablar por una copiosa experiencia de haberme interesado en la música popular argentina y, ya egresado de un conservatorio, empezar a tocar en bailes de tango y acompañar cantantes, una práctica que en principio me parecía completamente ajena y al cabo de casi dos décadas de caminar la música popular, se ha vuelto tanto o más propia que la de leer música del siglo XVIII), es arduo y necesita apoyarse en varios pilares.
- Un conocimiento más o menos extenso de la cultura que dió lugar a ese género: no tiene mucho sentido aprender a tocar blues sin tener nociones básicas de inglés, o las que se requieran para comprender las letras; a su vez, mucha de la música prácticamente pierde su sentido si se desconoce la historia del pueblo afroestadounidense. Esta idea puede expandirse a una visión más amplia que abarque la literatura y otras artes y formas de cultura, además.
- Si el género es bailable, cierto contacto con el baile: por ejemplo, un tocador de flamenco no podría omitir el tocar para los bailarines para aprender las sutilezas del compás cabalmente. Aquí me estoy refiriendo al género en su totalidad, pero también a cada danza en particular. Su coreografía, los movimientos del bailarín, etc. son una gran ayuda para comprender la esencia del ritmo. Una famosa anécdota que siempre circuló en los ambientes del tango era de Osvaldo Pugliese, el director de una de las orquestas más recordadas de la historia del tango (y una influencia muy importante sobre Piazzolla); más que una anécdota es un comentario que le hizo su padre, también músico de tango que no llegó a la profesionalidad: “Cuando toques el tango en el piano, mirá los pies de los bailarines”. En mi propio caso, al empezar a tocar en las “milongas” (así se le llama en Buenos Aires a los lugares en los que se baila tango), comencé a mirar cada vez con más atención a los bailarines y, muy ansioso de comprenderlos, empecé a estudiar baile yo mismo, lo que me abrió la puerta a un montón de aprendizajes.
- Un conocimiento amplio del género a través de la escucha de muchas fuentes (especialmente de los grandes exponentes del género) y de mucho repertorio.
- En general, una práctica que se enfoque en la vivencia interna de la música a través de diversos modos de improvisación, solista y, sobre todo, grupal: el acompañamiento de cantantes en muchos casos es la escuela más importante, porque enseña a estar atento a las inflexiones de la melodía, a la retórica de la letra, y a llevar un tiempo claro a la vez que se sigue el rubato del cantante. Y en todo género, el contacto con buenos músicos es una escuela en sí misma.
Cualquiera de éstos elementos por separado no da el mismo resultado que una equilibrada carga de haber transitado todos. Hay quien piensa que se puede aprender a tocar tango leyendo solamente el anecdotario o las biografías de los músicos; el hecho de que Beethoven fuera sordo aporta algún dato útil a la interpretación de su música, pero necesita forzosamente complementarse con un mundo más amplio de información para poder generar sentido musical. En alguna época de mi vida, pensé que podía aprenderse a tocar Tango simplemente escuchando con todo cuidado las mejores grabaciones, pero últimamente creo que le debo tanto a ello como a haber acompañado buenos cantores.
Para muchos músicos populares, la ejecución de su música sin comprender el sentido rímtico de ésta no tiene ningún sentido.
Habiendo navegado mucho en las aguas de ambas prácticas, me arriesgo a decir que los músicos clásicos deberíamos dar una consideración muchísimo más grande a ese aspecto de la música, y no solo por la evidente razón de la importancia que reviste, sino por la dificultad que supone la internalización de un ritmo.
Si en la música popular, aprender un ritmo supuso para mí una travesía larguísima (y, como toda travesía en la música, sin un verdadero punto de llegada, pues siempre se puede -y se debe- seguir avanzando), en la música clásica esta travesía es igual de larga, pero en muchos casos, además, es un camino que no está pavimentado ni alumbrado por la multitud de referencias que existen en la música popular. Para aprender el ritmo de zamba se puede escuchar una grabación del mismísimo Andrés Chazarreta (el primero en recopilar y ejecutar esa música en escenarios a principios del siglo XX), se pueden ver al día de hoy bailarines y cantores muy representativos del estilo, se puede incluso reconocer restos de la tradición en la vestimenta, en los versos, en el lenguaje de la gente del norte argentino, etc. En cambio, hacer ese trabajo con una zarabanda es muchísimo más difícil. Y aún así, en el caso de danzas, hay muchas referencias posibles.
Pero el problema de lo rítmico no se agota solamente en la música danzable, porque (como decía más arriba) también el ritmo es parte de la melodía y es el esqueleto mismo de una obra, bailable o no.
Un gran ejemplo de eso son las fugas de El clave bien temperado de Bach: cada sujeto de fuga es un ritmo diferente. El énfasis que ha hecho el análisis musical sobre la habilidad contrapuntística de Bach es comprensible, pero en cierto modo, lamento que todo ese énfasis en la altura de los sonidos haya enmascarado el hecho de que con igual maestría, Bach trabajó sobre el ritmo, elaborando una propuesta completamente diferente en cada fuga. El problema es que para traer el ritmo a la vida (como lo trata el artículo de este blog Métrica y Ritmo ya citado) no es suficiente el tocar los valores métricos escritos en la partitura, de hecho, es más bien necesario lo contrario.
Volviendo al ejemplo de una zamba argentina o una soleá flamenca: la escritura precisa del contenido rítmico de esa música no es posible: lo que se escribe en la partitura es la métrica (las duraciones aproximadas de las notas y su organización en las respectivas partes del compás), que constituye la referencia para comprender el ritmo, si se tienen todos los conocimientos necesarios; así, el ejecutante recompone o, incluso, compone el ritmo. Cuánto hay del ritmo original y cuanto del del intérprete, es difícil establecerlo: una Siguiriya tocada por Niño Ricardo o por Diego del Gastor llevan el mismo compás, pero el ritmo no es exactamente el mismo. Cada orquesta típica de las que grabaron tangos llevaba su propio ritmo, dentro de una simple marcación de cuatro tiempos de la misma duración por cada compás y, como decía mi abuelo, el historiador Gaspar Astarita: “todos son distintos, pero todos son Tango”.
Este hecho es el que hace que muchas culturas piensen que su música no puede ser traducida con fidelidad al papel. Una frase muy difundida en andalucía es que “el flamenco no cabe en el papel”. Qué grado de veracidad tienen este tipo de afirmaciones, es algo que se puede relativizar: en el papel se pueden escribir todas las notas y la métrica correspondiente. Cuando los toque alguien que no sepa tocar flamenco, no los entenderá. Solo entiende -como en cualquier lenguaje- el que sabe lo que está leyendo.
Ahora bien: ¿realmente pensamos que para la música clásica es distinto? ¿Realmente puede afirmarse que todo lo necesario para tocar una fuga de Bach está escrito en una partitura? Para mí, la respuesta es un rotundo no, y en gran medida, eso que no está incluido en la partitura (porque corresponde al dominio de la interpretación) es el ritmo.
Si se considera el sujeto de la segunda fuga de El Clave bien temperado (Do m), vemos que la importancia melódica es realmente poca (por cierto, más que suficiente para que Bach construya un maravilloso edificio alrededor de ella), pero el ritmo es claro y debería tomar el primer plano en la interpretación. Una ejecución literal de los valores métricos de la partitura causaría un ritmo duro y estático. Aquí dejo la interpretación de mi querido maestro Michel Kiener que habla por sí misma.
El trabajo que realiza Michel en su grabación de El clave bien temperado es formidable, considerando que en cada sujeto de fuga es necesario trabajar el ritmo hasta que éste cobre la misma vida que cobra el ritmo en la música popular. Con una diferencia definitiva: cada fuga es un ritmo diferente, definido en el sujeto, y en cada uno de esos ritmos, el intérprete debe (o debería) aprender un ritmo nuevo. Teniendo en cuenta el trabajo que a mí me costó aprender cada uno de los ritmos que conozco en la música popular, calculando (generosamente) una década de trabajo por cada uno, necesitaría casi cinco siglos para aprender la totalidad de las fugas de El clave bien temperado. Esta afirmación es desde luego exagerada, pero éste es el punto a donde quería llegar: la razón más importante por la que los músicos clásicos debemos entrenarnos muy intensamente en el trabajo con el ritmo es que en muchos casos cada obra nueva que estudiamos es un nuevo ritmo. Combinando ésto con el hecho de que la única manera de acceder a éste que tenemos es a través de la lectura de los signos de la partitura, se comprende que el músico clásico debería entrenarse en el trabajo sobre el ritmo aún más -mucho más- que el músico popular. El hecho de que el trabajo sea más arduo nos puede disculpar un poco, pero también nos debería poner a trabajar con más ahinco.
Si te gustó la nota, dejame tu comentario, y si querés recibir un newsletter mensual con todas las novedades del blog y de mi página, suscribite.
Si desde Argentina, me querés invitar un cafecito (o los que quieras), aquí está el enlace:
Y desde el resto del mundo, podés invitarmelo con Paypal en buymeacoffee.com/alejodelosreyes
¡Gracias por llegar hasta acá!
Deja un comentario