La propuesta de ésta serie de artículos es la de acercar una pequeña guía de escucha para conocer a los músicos de Tango cuya fama -en el último medio siglo- quedó eclipsada tras la fulgurante figura de Piazzolla, probablemente el músico argentino más reconocido en el mundo.
Las dos entregas anteriores trataron a los otros músicos y grupos de vanguardia que aparecieron por la misma época que el Octeto Buenos Aires (el primer grupo rupturista de Piazzolla) y –en la segunda entrega– las orquestas típicas que sobrevivieron al final de la época dorada del género.
Siguiendo una (un tanto caprichosa) línea “hacia atrás” en el tiempo, en éste número hablaré de las mismas orquestas del número pasado, pero unos años más atrás, en plena “época de oro”.
Pese a que bien podría ubicarse el inicio de esa época antes de 1940 (1935 por el debut de la orquesta de D’Arienzo o 37 por el de la de Troilo) y sin dudas el final es ya entrada la década de 1950 (a partir de 1955 el tango decae paulatinamente en popularidad sin volver a recuperarla. El Octeto Buenos Aires comienza su ciclo ese mismo año), muchas veces se ha llamado “década de oro” a la Buenos Aires de 1940.
Es difícil describir esa época sin sentir que se está cayendo en la fantasía o en la exageración: un centenar de orquestas profesionales en Buenos Aires (más otras menos profesionales, y seguramente, miles de agrupaciones en todo el país), tocando dos y tres veces al día en actuaciones radiales, cafés, bailes y cabarets, en Buenos Aires y con giras al interior del país. Los bailes en cada club de barrio, con varias orquestas por noche. El Tango onmipresente en las radios. Los carnavales habrían sido inconcebibles sin orquestas de Tango.
Fue una época única en la que todo un pueblo latió al mismo ritmo. Cómo reflexionaba mi amigo y compañero de grupo Leandro Medera: “el Tango fue tan popular que representaba incluso a la gente a la que no le gustaba el Tango”.
La música de esa época -tan relacionada al baile- tiene una característica distinta de otras del tango por su popularidad, ya que casi se puede decir que nacía del vínculo entre los músicos y el pueblo de donde salían, entremezclados en un solo grupo productores y receptores, una situación acaso ideal (o, al menos, idealizada) en la música popular.
Poco tiempo duró esa época de esplendor. Cuando, casi de un momento para otro, el tango comienza a ser reemplazado por el rock (en los bailes, en la naciente televisión, en las radios, en la venta de discos) y el trabajo comienza a mermar, muchas orquestas se desarman, músicos (muchos de ellos altamente calificados) abandonan la profesión; las figuras que tenían consolidada su fama continúan con sus orquestas, a veces en formato más reducido, o trabajando con muchísima menor frecuencia, o también integrando pequeños grupos, como el Quinteto Real (al que me refería en la primera entrega de este ciclo), que contaba con tres directores de orquesta en su conformación: Enrique Mario Francini, Pedro Laurenz y Horacio Salgán.
La mayoría de los músicos se “refugiaron” en pequeñas salas, como la mítica Caño 14, o El viejo almacén (que regenteaba el gran cantor Edmundo Rivero). Pensaron (con mucha lógica) que esa merma de popularidad del tango era pasajera. Al fin y al cabo, muchos venían de vivir la década del 20 -que también fue, de otra manera, una “época de oro” del Tango- y el bajón del 30.
Otros eligieron convertirse en una pequeña élite, en una vanguardia; especialmente, Rovira y Piazzolla.
Los músicos de la generación del 40 probablemente no hayan podido perdonarle a Piazzolla -quizás el hijo más pródigo y más querido de esa generación, el protegido del mismísimo Aníbal Troilo- que los abandonara en ese momento, buscando un camino diferente, musical y profesionalmente. Sin duda, no pudieron visualizar con al lucidez que lo hizo Piazzolla, que una época había cambiado, a pesar de ellos. Tampoco Piazzolla logró entender a toda esa generación que intentó aferrarse a lo que quedaba de ese vínculo con el público que constituía la raigambre popular del Tango. Unos y otros (y, sobre todo, sus seguidores) discutieron duramente durante varias décadas. Y claro que algo -o bastante- de esa discusión continúa vigente.
Si el Tango se hizo universalmente conocido gracias a la mirada ecléctica y renovadora de Piazzolla, despueś de su muerte, sobrevino el riesgo de que el Tango como cultura se perdiera definitivamente, algo que, sin dudas, en los años 90, parecía un hecho.
Pocos años después, el Tango reinicia un ciclo de popularidad muy diferente de los anteriores: se vuelve una música compartida con mucha intensidad por grupos relativamente minoritarios de personas, a la par de volverse un fenómeno mundial. Éste renacimiento llega por dos costados: por un lado, la irrupción de una generación joven que, allá por los primeros años de el presente siglo, comenzó a formarse casi por su propia cuenta, y a armar sus propias orquestas y sus propios espacios, en una Buenos Aires que empezaba a salir de una de las peores crisis económicas de su historia; por el otro, ese elemento que Piazzolla quiso desterrar del Tango (acaso porque era lo que más lo alejaba de las salas de concierto), el baile, que encuentra en todos los puntos del planeta un número nada despreciable de adeptos (y adictos). Ambas manifestaciones se relacionan principalmente con el estilo de la época de oro.
A aquellos músicos que recibieron el duro adjetivo de retrógrados, le debemos el haber conservado lo mejor que pudieron el saber de ésta época irrepetible; y en los principios de éste siglo, algunos de ellos se ocuparon en transmitirlo a la generación actual.
Así se expresa Salgán en el prólogo de su Curso de Tango (2001):
“Escribir este Cusro de Tango es para mí una obligación y un gran placer.
“Es una obligación porque, como agradecimiento por haber tenido la suerte de haber podido formarme en las Orquestas, donde aprendí a tocar el Tango, quiero retribuir en algo (de lo mucho que debo) escribiendo este Curso.
“Las Orquestas eran un crisol donde las ideas de sus integrantes y/o de otros músicos, algunos de ellos verdaderos creadores, se experimentaban, se tocaban, y se sumaban para crear estilos de ejecución, formas rítmicas, etc. Estos aportes fueron los que, poco a poco llevaron al Tango al altísimo nivel musical al que ha llegado.
“Actualmente, no es nada fácil el pertenecer a una Orquesta, considerando el escaso número de ellas que subsiste. Esto dificulta, a quienes quieren formarse dentro del género Tango, la posibilidad de acceder al amplio conocimiento necesaro para su ejecución e interpretación. No olvidemos que las Orquestas han sido siempre las mejores escuelas para este aprendizaje. Y es un gran placer el poder transmitir y compartir lo que aprendí, tratando en lo posible de no omitir nada, (pues esa es mi real intención) recurriendo a mi memoria, que, para mi suerte, todavía me ayuda”.
Si de raigambre popular se trata, esta selección no puede menos que empezar con la orquesta de Osvaldo Pugliese, a quien hoy se venera en Buenos Aires como el santo de los músicos y el “anti-mufa” (la “mufa” es la palabra porteña para una especie de condición metafísica de ser portador de mala suerte). Aquí, su tango insignia, casi una marca registrada: La yumba. “Yumba” es una onomatopeya del particular ritmo que Pugliese desarrolló en su orquesta y perfectamente podría haber patentado. Aunque, como alguna vez le dijo a su bandoneonista Juan José Mosalini, “si tengo un estilo, nunca me dí cuenta”. Además del particualr ritmo, es interesante la forma de construcción de la obra a partir de un pequeño motivo rítmico-melódico que se repite continuamente con pequeñas variaciones a la manera de los riff en el jazz y el rock, algo que comentaba en la nota anterior al respecto de A fuego lento, de Salgán, y que es una característica que el propio Piazzolla también supo explotar muy seguido en su música.
Horacio Salgán, por aquella época, comenzaba a formar su orquesta, que debuta en 1944, si bien no llega a la grabación hasta 1950. Como ya se ha comentado, el joven Piazzolla solía escaparse en los intermedios de su actuación con Troilo para escuchar a la de Salgán, que tocaba en un cabaret que estaba cruzando la calle. Gracias al trabajo de TangoVía, que restauró y editó el único acetato de la primera orquesta de Salgán (en el disco Raras Partituras), podemos escuchar ese sonido que tanto impactó al joven Ástor al punto que, según le dijo al propio Salgán, lo hizo pensar en abandonar su carrera de arreglador y compositor. El Tango es del mismo Salgán, “Mis calles porteñas”, de neto corte decareano, y la grabación de 1946. La orquesta de Salgán aquí ya revela la personalidad como arreglador y director del gran pianista que descollaría durante seis décadas en la escena musical de Buenos Aires.
En el número anterior seleccioné a la orquesta de Francini/Pontier, que todavía no había comenzado su ciclo en la década del 40. Ambos directores formaban parte de la orquesta de Miguel Caló, que fue llamada posteriormente “La orquesta de las estrellas”, por el increíble desarrollo que tuvieron muchos de sus integrantes en los años siguientes, varios directores de orquestas muy importantes: además de los citados, Domingo Federico, Osmar Maderna y Raúl Kaplún. Allí se integra como violinista y debuta como arreglador Argentino Galván, de quien me ocupé en las últimas dos ediciones de esta serie. La orquesta de Caló fue (y sigue siendo) una de las preferidas de los bailarines, y su mayor lucimiento (y la abrumadora mayoría de sus grabaciones) fue junto a grandes cantores: Alberto Podestá, Raúl Berón (acaso las dos voces más representativas de la época de oro), Roberto Arrieta y otros. Pero como la propuesta de esta serie es de mostrar versiones instrumentales, aquí elijo una de las pocas que registró su orquesta. En Caló se pueden encontrar muchos de los elementos que conforman el marco estilístico de la época de oro: un ritmo claro y estable, casi siempre muy presente, una melodía clara y cantable, los “fraseos” (rubatos) muy sobrios ejecutados con maestría por toda la orquesta a la vez, la preeminencia de los violines en la textura, y la búsqueda de un sonido denso y ampuloso. En varias orquestas de la época se nota la influencia de la música de Hollywood. Nuevamente en palabras de Salgán: “Debemos agradecerle a la música de las películas norteamericanas la difusión en nuestro medio musical de los múltiples y más importantes recursos armónicos. Tal gravitación tuvo, y tanto se identificó este lenguaje armónico con el Jazz y las películas, que se le llamó ‘acordes americanos’ a aquellos acordes que, casi desconocidos en nuestra música popular, nos llegaron por estos medios”. Caló no es la excepción y eso se escucha más que claramente en la coda de esta versión del tango de Enrique Delfino, Sans Souci.
En la orquesta de Caló puede verse claramente la influencia de otro músico en el que es fácil reconocer “acordes americanos”. Osvaldo Fresedo es, junto con Canaro, uno de los músicos que tuvieron la actividad maś longeva dentro del tango, y así es que lo encontramos ya muy bien instalado con su orquesta desde la década de 1920. Esta orquesta continuó un ciclo ininterrumpido hasta finales de la década de 1950, remozando varias veces su estilo y ampliando su formación (que para 1950 incluía arpa, vibrafón y percusión). En esta grabación de el tango Pimienta de 1939 todavía puede adivinarse algo de su estilo “canyengue” y lúdico de la época anterior.
Si bien no la he nombrado en las ediciones anteriores y a pesar de que (o quizás jutamente por ello) Piazzolla la detestaba (junto con muchos músicos de la época), es imposible hablar de la época de oro sin nombrar a su orquesta más famosa, la de Juan D’Arienzo. Los historiadores señalan que gran parte de lo sucedido en la época dorada se debe a el estilo interpretativo de D’Arienzo, que hizo furor entre los bailarines, y obligó a todas las orquestas de la época a cambiar el propio; especialmente, a subir la velocidad de los tempos. Según refiere Luis A. Sierra, el único que no quiso adaptarse a la nueva modalidad interpretativa fue Pedro Maffia, que decidió disolver su orquesta y ponerse una joyería. Las críticas hacia D’Arienzo fueron casi un deporte entre los músicos, aunque es sabido que Troilo siempre habló en su defensa (como también lo hizo con el propio Piazzolla), también recordando que gracias a ese estilo todos “tenían trabajo”. El mismo Troilo participó de la orquesta de D’Arienzo como refuerzo en algunas grabaciones. Aquí, una de las interpretaciones que habrán revolucionado aquella época, el viejo tango de Vicente Greco, el Flete, grabada en 1936. Debo decir, aún no siendo muy amante de su estilo, que esas primeras grabaciones son de una calidad innegable.
Por aquella época, Piazzolla era integrante de la orquesta de Aníbal Troilo, quizás el músico que mejor sintetiza la mayoría de las modalidades del tango: evolucionista y tradicional, virtuoso y expresivo, el bandoneón de Troilo es considerado como la quintaesencia del sondido porteño. Aquí, una de sus grabaciones icónicas, Quejas de bandoneón, de 1944. Para el horror de muchos de los contrarios a Piazzolla, no solo forma parte de la orquesta, sino que a él se le debe el arreglo de este tango que le dió su forma magistral, e, incluso, la inclusión de la variación final, que es probablemente más recordable que el propio tango. Imposible dejar de mencionar los fraseos de la fila de bandoneones, la tersura del sonido de las cuerdas, y la maravillosa alquimia entre la libertad del canto y un ritmo que nunca para. La síntesis entre la fuerza de D’Arienzo, el refinamiento de Caló, y la osadía de Pugliese.
Piazzolla, de todas maneras, no duró mucho en la orquesta de Troilo. En 1944 se fue junto con varios músicos de la orquesta de Troilo para armar una orquesta que acompañara a su cantor, Francisco Fiorentino. Evidentemente, Troilo no habrá tomado muy bien ese gesto, pero pasado el tiempo, ambos músicos mantuvieron una eterna amistad. Haciendo referencia a ese hecho, con su orquesta típica, el jovencísimo Ástor Piazzolla registra éste tango suyo, que elijo de la veintena de grabaciones que se conservan de aquella orquesta, que, entre los tangueros se la llama “la orquesta del 46”: El Desbande, de clara ascendencia “troileana”. Si queda alguna duda de esa ascendencia, escúchese el solo de mano izquierda previo a la variación. No quedan dudas que, cuando quiso, Piazzolla fue un gran tanguero, en todas las facetas: ejecutante, compositor y arreglador. También aparece algo inconfundible del Piazzolla que luego conocimos en el final de la variación. El próximo mes publicaré el pequeño libro que mi abuelo, el historiador Gaspar Astarita, dedicó a esa orquesta, “la orquesta de la que Piazzolla no quiere acordarse”, como la nombra, que considero uno de los trabajos más sensatos escritos sobre Piazzolla, algo que me resulta asombroso por estar escrito aún en vida de éste.
Y aunque no corresponde a ésta selección, quisiera agregar una grabación más. Aquí están Piazzolla y Troilo tocando a dúo, homenajeando a Gardel con uno de sus tangos más famosos, Volver, en 1970. No digo que sea imposible lograrlo, pero desafío al lector a descubrir cual de los dos ejecutantes es Piazzolla.
El mes próximo, entonces, dejaré el lugar -con tanto placer- a mi abuelo para que narre aquella “orquesta del 46”, antes de hacer la última nota de ésta saga.
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¡Gracias por llegar hasta acá!
Nicolas Armand Ugon
Impresionante pedazo de historia.
Gracias por la guia! fundamental para alguien que se esta metiendo en el tango.
Abrazo desde Uruguay
Alejo de los Reyes
Muchísimas gracias por pasar y dejar éste comentario. Justamente para lectores como usted está hecha ésta nota. Un abrazo