Lo que somos no siempre nos define, pero muchas veces nos define.

Una definición implica -literalmente- una limitación: una cosa es éso cuando no es otra cosa. Una mesa no puede ser un vaso sin renunciar a su condición de mesa.

Por eso, muchas veces, nuestra propia identidad puede convertirse en una limitación.

Por ésta razón pienso -me disculparán un montón de colegas- que la búsqueda de “una voz propia”, “un estilo personal”, “un sello propio” es un gran desacierto.

Posiblemente sea más lindo -y más útil- buscar el disolver la propia identidad, una fantasía igual de maravillosa e irrealizable que la de tener un estilo único: me refiero a aquella idea tan comentada de aniquilar el “yo”.

El hecho mismo de que sea prácticamente imposible aniquilar la propia identidad debería ser un argumento suficiente para explicar que no se la puede buscar: no tiene sentido volcar la energía en trabajar para que suceda lo que es inevitable.

Los buenos artistas se diferencian más entre sí por sus defectos que por sus virtudes, y el estilo a veces se parece mucho a una elaborada organización de esos defectos.

Y, en ese sentido, no veo nada de malo en copiar a alguien que toca bien, siempre y cuando se intente reproducir sus virtudes, en lugar de enfatizar sus defectos. Claro que para eso, hay que saber discernir cuál es cual. Copiar, en su acepción más virtuosa, debería significar eso: aprender a destilar virtudes.

Se me dirá que la diferenciación entre virtud y defecto es subjetiva.

Si se piensa que así es, en el acto mismo de diferenciar uno de otro, quien copia está ejerciendo un acto de completa originalidad: no habría nada más original que copiar, pues implica -sea conscientemente o no- abrir un juicio sobre lo que se está copiando. No existe la copia perfecta, pero sobre todo, no existe una copia que se puede hacer sin efectuar un juicio sobre el original; el hecho mismo de elegir copiar una cosa y no otra implica un juicio de valor en donde la personalidad se revela nítidamente.

Pero sobre ese carácter subjetivo de virtudes y defectos, también conviene tener en cuenta que la apreciación estética puede -acaso debe- trascender al sujeto. Puede trascender la razón e incluso la emoción, nuevamente, hacia la aniquilación del “yo”. No todo es absolutamente subjetivo en el arte porque el arte no es solo patrimonio del sujeto.

Quien sabe copiar se encuentra a si mismo mucho más rápido que quien solo se mira al espejo, pues uno mismo es (o puede ser) todo aquello que no es.

También por eso valoro tanto aquello que nos liga con una identidad colectiva: cuando la manera en que caminamos, vestimos, hablamos, cocinamos y, por supuesto, tocamos un instrumento (y qué instrumento tocamos, además), puede variar notable o a veces sutilmente entre regiones o países. Esas variaciones, compartidas por una cultura y una comunidad, que están gravemente amenazadas en ésta época de globalización en la que todos solemos vestir los mismos jeans, y en donde pareciera que en cualquier radio del mundo sonara la misma monótona música.

Abandonarse a la identidad colectiva es, hoy en día, un camino mucho más sinuoso que en la Buenos Aires de la década del 40, porque esa identidad colectiva está bajo acecho desde hace mucho tiempo.

Una comunidad sin identidad anula también la identidad de sus integrantes, por más que éstos se fuercen a inventar nuevos modos de tocar un instrumento o de versar.


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