Cuando uno necesita explicar en qué consiste un juego, se refiere necesariamente a sus reglas. Para explicar qué es el fútbol, uno puede mencionar que es un juego en donde la pelota no puede ser tocada con la mano, en donde hay dos equipos de once jugadores, en donde anota quien logra meter la pelota en el arco del equipo contrario, con ciertas dimensiones del campo de juego, con una pelota esférica de determinado diámetro y material, etc. etc.
Las reglas son un límite que separa lo que es un juego de lo que es otro. El tamaño de la cancha de tenis podría ser muchísimo mayor, si se quisiera, pero ya no sería una cancha de tenis sino una de fútbol. La pelota se podría agarrar con la mano en el fútbol, pero en ese caso se estaría jugando a algo más parecido al handball. Se podría correr en bicicleta una maratón, aduciendo la mayor practicidad, eficiencia y velocidad de este vehículo para recorrer cuarenta kilómetros con respecto a hacerlos corriendo, pero ya no se estaría corriendo una maratón. Se podría incluso ir más lejos en esta idea e imaginar a un jugador de poker que sale corriendo 40 kilómetros y protesta porque siente que el poker no es lo suficientemente libre para él, o un jugador de tenis que salta al otro lado de la red, pero este artículo pretende guardar alguna seriedad, también en atención a que los artículos también tienen un límite, definido entre otras cosas por su temática y objeto.
Es así que estas limitaciones reducen y acotan el juego desde el campo de todo lo posible a solo una parte, dándole definición.
Las reglas no son parte del juego, sino más bien son la definición de éste. El antiguo concepto aristotélico del hilemorfismo se hace aquí presente: de la materia infinita e informe que puede constituir, por ejemplo, la madera, se recorta una cuchara. La forma de la cuchara es la que le da su condición de cuchara, independientemente de si la cuchara fuera de madera, metal, cerámica, etc. Este “recorte” que se hace de una forma sobre una materia que puede ser infinita (mientras que el recorte, al darle finitud, le da forma) funciona de la misma manera que las reglas de un juego, limitando sus posibilidades: la cancha misma del juego tiene límites en lugar de ser infinita, y de igual manera, se limita la acción de los jugadores a un rango acotado que permita establecer parámetros de acuerdo a los cuales se pueda establecer a un ganador.
Estos límites, lejos de constituir un cercenamiento a la libertad creativa, más bien la potencian. Muchos deportistas reconocen sentir durante el juego una sensación de libertad infinita (notablemente, el máximo astro del fútbol, Diego Maradona, a quien le dediqué dos notas en éste blog, habla al respecto de ello en varios reportajes).
Esa sensación de libertad no proviene de la falta de reconocimiento de esos límites, sino más bien de lo contrario: Maradona no necesita agarrar la pelota con la mano, y siente que es mucho más fácil tocarla con el pie (ironías aparte por su famoso gol con la mano a Inglaterra). La ubicación del arco, decidida quien sabe por quién, pero sin dudas, no por Maradona, está tan internalizada en su mente que puede patear a él desde casi cualquier punto de la cancha y acertar, incluso tirando de espaldas al arco. Un jugador de fútbol de alto nivel comprende intuitivamente incluso las reglas más complejas, como cuando al dar un pase a un delantero mide la posición (presente y futura) de los defensores rivales para evitar el off side. Su sensación de libertad viene, cómo no verlo, de un dominio absoluto de su técnica sobre las reglas del juego, que internaliza casi como propias. Sin éstas reglas, paradójicamente, no existe la posibilidad de esa sensación de libertad que casi únicamente nos pueden brindar el juego, o el arte.
De igual manera que en el juego, en la música, como en todo arte, hay muchísimos parámetros que necesitamos internalizar de la manera en que los hace un deportista. Algunos, como por ejemplo, la organización métrica y la altura de las notas (organizadas de acuerdo a una escala y aun temperamento definido previamente) cumplen bastante con la condición de ser reglas; otros, sin ser reglas “escritas”, participan del universo cultural que dio origen a cada estilo musical y, si bien no son evidentemente obligatorios, están bastante cerca de serlo, y son las que constituyen un estilo.
En este punto, bien cabe recordar que las reglas de cada juego no son inmanentes, sino que varían en mayor o menor medida a través del tiempo, adecuándose a nuevos contextos. Por ejemplo, la FIA regla constantemente la construcción de autos de Fórmula 1 para reducir la velocidad que pueden alcanzar, o por cuestiones de seguridad, o incluso por cuestiones relativas al entretenimiento. Incluso un juego milenario como el ajedrez puede ser modificado: el icónico gran maestro Bobby Fischer presentó —en una visita a Argentina en 1996— su variante “Fischer random” que, de a poco, comienza a jugarse en todo el mundo, en la que la posición inicial de algunas piezas se deciden tirando los dados.
Estas reglas bien pueden considerarse acuerdos entre una comunidad que participa del juego o en un arte. Son igual de arbitrarias en ambas disciplinas: los arcos están en el centro de los lados más cortos del rectángulo, pero bien podrían estar en cualquier otro lugar; la pelota es de determinada forma y material (que, por cierto, cambia más o menos por cada decenio), etc. La regla en sí es un poco menos importante que el acuerdo social de respetarla y compartirla: en las canchas de barrio bien sabemos que reglas como el “orsai” (pronunciación argentina del off side) no tienen lugar. De manera muchísimo menos organizada, pero con igual celo, los chicos que juegan a “la bolita” (si es que aún lo siguen haciendo, me refiero al juego que jugábamos en mi infancia en los recreos escolares, se trata de lo que en otras regiones hispanohablantes son las canicas) necesitan establecer un montón de acuerdos, algunos incluso en el momento mismo de empezar a jugar: el tamaño y material de las bolitas, el orden de los participantes, y, desde luego, los límites del campo de juego. Todo ese “reglamento” circula de generación en generación (seguramente, modificándose) de manera oral sin la necesidad que tienen los deportes que mueven millones de dólares de tener una asociación que fije las reglas unilateralmente. Por ésta razón, los amantes de un deporte pueden disfrutar de otro de la misma manera: la fuente del disfrute no proviene de si una pelota se golpea con el pié como en el futbol, o se rebota con las manos como en el basket, sino de ver como cada jugador se adapta a esa regla para construir su juego virtuoso. Es esta dialéctica la que se disfruta al ver un jugador hábil, y esa dialéctica no existe sin una regla previa. Y, al igual que en la música, cuando se “incumple” alguna regla, algunos festejan su creatividad y otros entienden que la falla respecto del reglamento descalifica automáticamente a la acción. El citado gol con la mano de Maradona a Inglaterra, en ese sentido, no despertó discusiones tan diferentes (y sin duda, no menos acaloradas) que el famoso uso de quintas paralelas por parte de Debussy, o las disonancias sin preparación de Monteverdi. Claro que el arbitraje en el deporte es más rígido y necesario, por cuanto generalmente se trata de una competencia.
También, más o menos de la misma manera que en los juegos infantiles, en la música hay una serie de acuerdos que se establecen justo antes de iniciar una ejecución: si se ejecuta una música escrita previamente, entre otras, podemos mencionar la elección misma de la partitura a ejecutar, además del tempo, la altura absoluta de afinación, el temperamento, etc.; si es improvisada, curiosamente, hay más acuerdos (que en la música escrita ya fueron decididos por el autor de la partitura), como, por ejemplo, la tonalidad. Y a todo eso se suman acuerdos no verbalizados pero que existen de todos modos:
¿Qué es un estilo sino una “forma” de ejecutar de acuerdo a parámetros establecidos culturalmente? Esa forma, como toda forma, se define a partir de limitaciones, que establecen que determinada cosa es esa y no otra. Estos acuerdos culturales no solo son compartidos entre músicos, sino también entre el músico y la audiencia, haya o no haya en ellos una consciencia explícita de esas normas, de la misma manera que un error de gramática puede molestar tanto a un lingüista como a un simple hablante de un idioma, aunque este último carezca del conocimiento teórico para explicar qué es lo que está mal, o por qué. Al igual que en el vaso, el contenido es lo que nos importa, pero éste no puede tomarse ni compartirse sin un continente.
En un sentido más amplio, una “forma” de ejecución de una época constituye un género, por ejemplo, el tango, con un estilo de ejecución cuyas formas transmiten una destilación de un saber popular durante décadas (a veces durante siglos). El estudio de esas formas de ejecución -que conocemos solo en parte pese a la cercanía en el tiempo con las épocas doradas del género- ha sido muchas veces tildado de un esfuerzo museístico (idéntica consideración le ha cabido, por supuesto, a los estudiosos de las prácticas de ejecución de la música antigua europea) que restringe la capacidad creativa del intérprete. A la par, los movimientos de desarrollo y composición dentro del género han apuntado a la exploración de nuevos recursos, con el presupuesto de que nuevas composiciones deberían desarrollar nuevos estilos (lo cual, desde luego, es igual de lógico que cambiar las reglas del ajedrez: es decir, está dentro de lo posible).
Algunas modestas conclusiones a partir de lo mencionado:
- Estos acuerdos que conforman un “reglamento” son los que posibilitan el juego en sí: si alguien comenzara agarrando la pelota con la mano, para pasársela a otro que la golpee con el pie y la tire al centro de la cancha para luego gritar “gol”, probablemente ninguno de los involucrados en el juego se sienta conforme.
- Dicho así, es claro que el abandono de cierta regla no confiere mayor libertad, porque la modificación de una regla cambia al juego y no al jugador (en el caso de Bobby Fischer, dando lugar a un nuevo juego). Cuando Schoenberg, tan famosamente, propuso “la emancipación de la disonancia” estaba simplemente modificando las convenciones del contrapunto (en modo alguno el contrapunto de Schoenberg es más “libre” que el de sus predecesores). Visto así, las grandes “revoluciones” de la música se presentan no como un progreso, sino como un simple cambio estilístico, generalmente en consonancia con otros cambios en la mentalidad de la época.
- El abandono de una regla no suele conllevar la reducción de la cantidad de reglas del juego: el extender los límites de un campo de juego no elimina ese límite, solamente lo cambia de lugar; el cambiar las posiciones iniciales de las piezas en un juego de ajedrez, aunque involucre el azar, está igualmente reglado. Rara vez el intérprete gana libertad al cambiar un reglamento. La libertad del jugador y del músico no proviene de desconocer las reglas, sino exactamente lo contrario, de internalizarlas hasta disolver el límite entre la regla y el jugador: así como un buen jugador sabe a donde está el arco sin mirarlo, con la misma intuición un músico se conduce a través de todo el juego de “reglas” que hacen a su arte: ritmo, contrapunto, afinación (y temperamento) tesitura del instrumento, estructura formal, etc. Por ejemplo, un cantante que internaliza la estructura rítmica y métrica de la música tiene muchísima más facilidad para construir un fraseo o rubato, y lo hace generalmente con mucho más “buen gusto”. Es decir, a mayor internalización de estas reglas, mayor dominio, a mayor dominio, mayor sensación de libertad, mayor capacidad de “jugar”.
- Estirando un poco más este concepto, también puede decirse que como la libertad es percibida como una dialéctica entre las posibilidades infinitas y el límite que ponen a esa infinitud las reglas o acuerdos, a mayor cantidad de éstos, es posible potenciar esa dialéctica y obtener una mayor sensación de libertad teniendo un marco de reglas/acuerdos/estilo más rígido. La improvisación (por ejemplo, tal como ocurre en el jazz) no supone un “relajamiento” de las reglas, sino más bien lo contrario, porque es necesario hacer una serie mayor de acuerdos (ya sean verbales antes de tocar o ya sea que se utilicen pautas preestablecidas culturalmente) entre los músicos/jugadores; éste es un caso ejemplificador del hecho de que al proporcionar algunas limitaciones extra, se puede permitir una mayor libertad creativa del intérprete.
- El tiempo y energía que se dedica al aprendizaje de estas pautas no constituyen necesariamente un intento por parte del artista de copiar a nadie, ni un abandono de su individualidad o capacidad creativa, más bien todo lo contrario. En el caso de un juego, el aprendizaje del reglamento es obligatorio para todo jugador, pero (al menos en el caso de los juegos profesionales) se cuenta con la ventaja de que ese reglamento está escrito y perfectamente codificado; en el arte, en cambio, esas pautas/acuerdos culturales pueden perfectamente no haber sido escritas o verbalizadas jamás. Pero el artista no puede desconocerlas, aún (y especialmente) en el momento de contradecirlas: el ya citado uso deliberado de las quintas paralelas de Debussy también impresiona por esa tensión dialéctica que se establece entre las reglas y el jugador: la misma decisión de no respetar una regla de contrapunto es un hecho estético en sí mismo, que no existiría de la misma manera de tratarse de un simple error de contrapunto (que estudiantes cometen día a día en los conservatorios sin lograr como resultado música en el estilo de Debussy). El aprendizaje de al menos un estilo de composición o interpretación es fundamental para el desarrollo del músico y es un camino prácticamente ineludible.
- Esta serie de acuerdos que constituyen las reglas de un juego o un estilo de ejecución o composición tienen también la importancia trascendental de comunicar la elaboración que, en algunos casos durante siglos (sobre todo cuando se trata de músicas populares o tradicionales), produjo una cultura y una tradición.
Tener “estilo” es importante en tanto y en cuanto ese estilo (forma) permite disfrutar de una materia.
La importancia del estilo quizá radique en que la forma es la que posibilita la expresión de un contenido. El contenido es lo importante, pero necesita de un recipiente de una forma adecuada. El tango sería, entonces, la copa que nos permite beber el vino. Estoy seguro que la metáfora será del gusto de mis amigos tangueros. ¡Salud!
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