Es comúnmente aceptado que un “mal” músico no puede tocar “bien”; ahora bien, pocas veces se reflexiona sobre el hecho de que, generalmente, un “buen” músico no puede tocar “mal”.

Un músico bueno o, si se quiere, alguien con buena “técnica”, debería ser capaz de tocar “bien” y de tocar “mal”.

Quiero aclarar que estoy totalmente a favor de la transmisión de un sentido estético, e incluso creo que ese rol del docente o maestro es más importante que la transmisión en sí de recursos técnicos. Y estoy a favor (puede suceder) por las mismas razones que estoy en contra de ello: la técnica es una consecuencia de ese sentido estético.

Decir que la técnica es una consecuencia de la búsqueda estética parece casi una verdad de perogrullo, pero muchas veces no se tiene en cuenta: diferentes búsquedas deberían resultar en diferentes técnicas, aunque muchas veces las academias dicen que hay una sola técnica que es adaptable a todos los estilos. En cambio, a veces me parece que la estética es menos relativa de lo que creemos, si se considera un amplio abanico de actividades, como lo comentaba en el artículo “Metafísica de las técnicas”.

Si bien no pienso que sean absolutamente relativos, los conceptos de “mal” y “bien” son muy variables, y con el paso del tiempo, músicos que me parecían “mal”, hoy me parecen “muy bien” (y viceversa).

La enseñanza de la técnica en los últimos (pongamos) cien años dice habernos enseñado a tocar “bien”, pero, junto con ello, nos ha ido prohibiendo la posibilidad de tocar “mal”.

El intercambio de “tocar mal” por “tocar bien” (cuya diferencia muchas veces es establecida, no digo arbitrariamente pero casi, por quien enseña) no siempre brinda al estudiante un crecimiento. Y muchas veces, podría pensarse que lo contrario, porque generalmente, el universo que comprende a “lo bueno” es bastante menos vasto que el que comprende a “lo malo”.

Para que este intercambio suceda, es necesario también la transmisión de ese sentido estético que privilegia ciertos movimientos y ciertos sonidos por sobre otros.

Si lleváramos a un “violinisto” del monte santiagueño a tocar en una orquesta sinfónica, diríamos que su técnica no le alcanza para tocar una partitura de Beethoven. Pero cuando un violinista clásico tiene que tocar una chacarera, carece de un millar de recursos absolutamente necesarios para representar el contenido profundo de esa música.

Y aquí yo no veo que el problema esté en lo elevado o no de cada estilo, o incluso en el relativismo cultural. Es natural que un músico que aprendió intuitivamente reproduciendo los sonidos que escuchó toda su vida no pueda adaptarse a otra música (lo mismo le pasaría si tuviera que tocar música gitana, o sefaradí, para el caso), pero no puedo dejar de ver algo inquietante en que un músico que dedicó años de vida intelectual a su formación no pueda al menos hacer una estimación de la distancia que media entre su práctica y la de otro estilo (aprenderlo y tocarlo cabalmente, de todos modos, también le llevó toda su vida al “violinisto” del monte santiagueño). Y algo que me inquieta más: para los que no hemos estudiado violín, hay una sensación de que la distancia que debería recorrer el “violinisto” hasta convertirse en músico de una orquesta sinfónica es mayor que la que debería recorrer el músico de orquesta para poder tocar como el “violinisto”.

 

Para que el violinista clásico pueda tocar una chacarera “comme il faut”, necesita aventurarse en el terreno de lo que, en su propio estilo está considerado “malo”, y para ello, las más de las veces, su técnica no solo le es insuficiente, simplemente le es inservible.

Si un bailarín de ballet quisiera bailar una chacarera, más allá de la enorme plasticidad y dominio de movimientos que le dió su práctica, necesitará aprender no solo un repertorio diferente de movimientos, sino pensar y sentir diferente.

Muchas veces, los artistas salidos de academias abordan la música popular desde sus conocimientos, entremezclándolos con lo que van adquiriendo de el estilo que tocan o bailan. Eso, si sucediera entre otros estilos (por ejemplo, si un músico de salsa tocara tango) se llamaría “fusión”, pero en estos casos se suele llamar “estilización”. Los críticos musicales, e incluso los propios músicos, usan expresiones como “jerarquizar el arte popular”, una expresión con la que muy frecuentemente se han referido, por ejemplo, a la música de Astor Piazzolla, que incorpora al Tango argentino elementos del jazz y de la música clásica. La apreciación de cada músico es subjetiva, pero me pregunto desde qué parámetros podemos decir que Piazzolla es más “elevado” que, por decir, “Pacho” Maglio.

La técnica, enseñada de esta manera, pero sin la exposición clara de estos presupuestos que la construyen, obra como un dispositivo ideológico en la cultura académica, que separa “lo bueno” de “lo malo”, que es aquello que no hay que aprender y, si cabe y es posible, hay que aniquilar.

Este enfoque de la técnica, al tiempo que amplía el campo de posibilidades de un músico, paradójicamente, también lo reduce. Junto con enseñar como tocar bien lo que “está bien”, viene la prescripción de evitar sistemáticamente todo lo que “está mal”.

En ese sentido, es muy interesante que en músicas populares el aprendizaje del estilo construye de por sí la técnica: aprender, por ejemplo, todos los compases del flamenco implica ya un dominio del instrumento que a muchos guitarristas clásicos nos gustaría tener. Y el dominio de una serie muy amplia de recursos: el rasguido, la alzapúa, el apagado de los sonidos, etc. y, por otro lado, esas técnicas enseñadas fuera del concepto de la música que las generó pierden la mayoría de su sentido.

En cambio, la enseñanza de la técnica “en estado puro” (como si fuera posible enseñar un destilado de recursos que aplicaran por igual en cualquier estilo) que no explicita que su objeto es transmitir una estética me parece en algún modo tramposa, porque se auto-construye como un saber objetivado que diferencia “lo que está bien” de “lo que está mal”, cuando en realidad es simplemente otro cúmulo de recursos que no tienen sentido fuera de la estética que los originó. Aprender a hacer un arabesque será casi imposible para quien solo sepa bailar una zamba porque implica un dominio casi atlético de su cuerpo, pero utilizar un arabesque en una zamba está completamente fuera de lugar, por lo tanto no sirve para casi nada.

Digo “casi nada” porque, a la vez, indagar en el campo de “lo que está mal” es un ejercicio muy difícil, pero muy provechoso. Así lo pensaba Alí Akbar Khan (como lo cito en “El error y la prueba” que trata exactamente de esa búsqueda), imagino, al intentar reproducir el sonido que salía de su instrumento cuando se equivocaba.

Y, a la vez, la reflexión sobre los componentes de una estética no pueden esquivar la decisión sobre qué es más bueno o menos bueno, o, si se quiere, más coherente, o más conveniente. Lejos de ser un proceso de toma de decisiones, en muchos estilos esto lleva una vida entera de escuchar a los referentes y de experimentación.

Y, a riesgo de sonar insistente: se debe estar siempre consciente de que se corre el riesgo de limitarse cuando solo se estudia “lo que está bien”. Y no solo me refiero a limitarse en (lo dicho previamente) la posibilidad de tocar “lo que está mal”; también ocurre que muchas veces la práctica de aquello “que está mal” potencia “lo que está bien”.

En otro artículo, “Buscando al maestro en uno mismo” (dedicado exactamente a la “exploración” en el territorio de lo que no nos gusta), finalizaba con estas palabras que también le darán cierre a éste: si sólo se puede hacer de una forma, ¿realmente es eso lo que se quiere? Aún si esa forma es buena -o, si tal cosa como “la buena forma” existiera-, si uno no puede hacer “la incorrecta”, significa que hay una limitación. Inclusive si uno no puede emitir los sonidos que considera desagradables: si no lo podemos hacer mal cuando lo queremos hacer mal, es probable que cuando lo queramos hacer bien, no salga tan bien.


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