Un bailarín que zapatea busca producir un sonido determinado (más precisamente, varios que se diferencian entre sí por su dureza, duración, intensidad, etc.). Para encontrar esos sonidos tiene que encontrar el movimiento que percute el piso como si fuera un instrumento musical. Su oído y su imaginación motriz se vuelven una sola cosa.

El zapateo es un caso ideal para reflexionar sobre la idea de que no todas las pautas estéticas siguen el camino del relativismo, y que la belleza depende de algo más que la coherencia entre elementos cuyo origen es arbitrario.

Lo interesante es que, cuanto mejor es el sonido que produce el zapateo, más elegante es el bailarín. No hay aquí divorcio entre el pragmatismo de la técnica y la estética (¿quizás no lo hay nunca?).

Sin despreciar la idea de que cada cultura construye su estética, me gustaría considerar, o al menos imaginar, ciertos elementos que puedan ser una base sólida sobre la que se construya una estética y una técnica.

 

El bailarín que quiera zapatear necesita dominar hábilmente la relajación de ciertas partes del cuerpo, la utilización de movimientos muy amplios, y evitar la rigidez todo lo que le sea posible sin perder el encaje de las articulaciones que lo sostienen. Todo exceso de rigidez hará que el sonido del zapateo sea desagradable y, paradójicamente, sin la fuerza necesaria, porque la mejor fuerza para producir ese sonido es la caída del peso del cuerpo.

Para ello, buscará ciertos recursos que son comunes a una infinidad de técnicas: evitará que el movimiento del pie se haga desde el pie mismo y tratará que lo haga desde el inicio de la pierna. De la misma manera, los brazos de un buen bailarín se alzan desde el nacimiento del brazo sin utilizar activamente los movimientos de la mano o antebrazo, de la misma manera que lo necesitamos, por ejemplo, en la guitarra. Este principio rige para todas las danzas: la danza clásica, el flamenco, incluso la más tradicional chacarera del norte argentino.

Todo esto está excelentemente mostrado en este video de los percusionistas que acompañaban a la (inolvidable) cantante peruana Chabuca Granda: Eusebio Sirio “Pititi” y Caitro Soto, que montan un espectáculo aparte, acompañados por el gran Álvaro Lagos. De alguna manera, pareciera que su baile es una simple continuación de el trabajo que hacen como percusionistas.

Claudio Arrau tocando el piano

El mismo movimiento elegante del bailarín le permite a un percusionista sacar el mejor sonido de su instrumento. Un baterista de jazz o un bombisto del norte argentino buscan casi el mismo movimiento del bailarín. Un guitarrista o un pianista también deben buscar los mismos movimientos (desde luego, no hay un solo tipo de movimiento bueno, si no varios) para sacar buen sonido de su instrumento. En palabras del gran pianista Claudio Arrau: “Una de las primeras cosas que enseño a mis alumnos es a dejar caer todo el peso del brazo. Esto implica alzar el brazo por completo… no sólo desde el codo. Hay que aprender a sentir el brazo como una unidad, no dividido en mano, muñeca, antebrazo, codo. El brazo debe convertirse en una especie de serpiente”.

Vitillo Ábalos tocando el bombo a los 97 años

Los mismos movimientos que dan elegancia al bailarín de flamenco, dan elegancia al toque del guitarrista de flamenco. Análogamente, un pintor no puede pensar en la punta de su dedo únicamente para hacer su trazo, también necesita mover su brazo libremente.

La existencia de tantos puntos de encuentro entre las artes es la razón por la que antiguamente estudiar una requería prácticamente estudiarlas a todas. Estos puntos de encuentro se multiplican si agregamos el lenguaje, estrechamente relacionado con el ritmo a través de la articulación. Danza, música, poesía, teatro, pintura… y, para los antiguos griegos, el pensamiento y la ciencia, que también tenían su musa. Bien merecería un estudio detallado el pensar si la manera de moverse y de hablar no influyen en la manera -y la capacidad- de pensar.

Y no solo en el terreno estético, también en los movimientos cotidianos: Un herrero, al golpear su metal, necesita no solo liberar los movimientos de su brazo, si no también encontrar el ritmo de sus golpes. Es decir, distribuir en el tiempo un patrón de movimiento que no es regular, pues tiene su máxima intensidad en el momento del golpe. Y, a su vez, dominar diferentes calidades de movimiento (más amplios o más cortos, más secos, con más rebote, con menos energía, etc.) según el efecto que busque sobre el material. Un buen herrero o un carpintero también usan el oído para encontrar la distribución de movimientos que le permita dar el golpe justo; y de igual manera, el ritmo, y el ritmo de los movimientos, debería ser un principio fundamental a tener en cuenta para lograr un buen sonido.

Aprender el movimiento es, sobre todo, aprender cual es el movimiento que mejor nos permite relacionarnos con un material. Y el material principal con el que trabaja el artista es la propia naturaleza. De ahí que los movimientos de un buen bailarín, un buen pianista y un buen pintor puedan tener una misma raíz.

Y aunque es obvio que definir qué es la estética no es fácil; y no seré yo quien lo haga, después de milenios de grandes pensadores; igual me pregunto si la raíz de la estética no será justamente el dominio de esos movimientos complejos que nos permiten armonizar con la naturaleza o, dicho de manera menos mística, con las leyes de la física. En el caso de la guitarra, la naturaleza se expresa a través de la cuerda, cuyas leyes de movimiento puede comprender la intuición del músico experto, acaso mejor que la inteligencia de un científico.

Con base en estos pensamientos, muchas veces, en el transcurso de una clase, doy indicaciones a mis alumnos basandome en lo que percibo visualmente de sus movimientos: un movimento torpe, aún si consigue efectividad (es decir, si permite “cumplir” con las notas y la métrica de un pasaje dificultoso), suele restar belleza al resultado sonoro. Y la búsqueda misma de esa elegancia en los movimientos es un motor del crecimiento de la técnica. Y, desde ya, el sentido de la elegancia es algo que siempre conviene cultivar. En mi caso, creo que mis grandes maestros han sido los bailarines de tango, los míticos milongueros (y milongueras) de Buenos Aires.

Será por eso que los movimientos del inolvidable futbolista Diego Maradona siempre han asombrado por su belleza. Porque esos movimientos eran necesarios para afectar a la pelota de la manera que Maradona lo necesitaba en cada momento. La asombrosa flexibilidad de sus músculos (que, más que fruto de su talento, fue rigurosamente entrenada, como lo comento en otro artículo en el que tomo sus entrenamientos como inspiración para el estudio diario de un instrumento) era la que le permitió hacer algunos goles que parecían imposibles, y en las posiciones más irrisorias, como aquel gol a Italia durante el mundial 86, desde el aire y con un solo toque de la punta del pie. Maradona sería el ejemplo máximo de esa armonía intuitiva con las leyes de la naturaleza. Algunos efectos que aplica a la pelota (especialmente a la hora de hacer tiros libres; un video en el que el propio Maradona explica detalladamente la técnica necesaria para lograrlos inspiró el artículo ya citado) parecen casi imposibles. La alquimia necesaria para producirlos no podría haber sido escrita con el suficiente detalle en un tratado científico.

La percepción de Maradona como un bailarín no solo me ocurre a mi. Lo he conversado con varios colegas, y, hace poco, me encontré con esta deliciosa anécdota de Piazzolla que cuenta Jairo, acontecida en 1981 en París: “Una vez lo invité a ver al Boca de Maradona. Jugaba un amistoso contra el Paris Saint Germain. Astor no era futbolero, pero aceptó la invitación. Ya en la cancha, estábamos lo más tranquilos cuando de pronto Diego hizo uno de esos movimientos elegantes, plásticos, increíbles. Astor se paró y se puso a gritar como loco: ‘¡Sos Nijinsky! ¡Sos Nijinsky!’. Todos lo miraban. Debe haber sido la primera y única vez que se pronunció ‘Nijinsky’ en una cancha”

Inspirado por esta anécdota, preparé esta secuencia de imágenes en las que se superponen fotos de Maradona y Baryshnikov.

 

El parecido entre uno y otro no deja de motivar pensamientos. La flexibilidad de Maradona es asombrosa y, si bien no es la de Baryshnikov (que parece casi sobrenatural), el hecho de que la gracia de los movimientos de un futbolista (cuyos movimientos, obviamente, están destinados a controlar una pelota) se acerquen en alguna medida a los de un bailarín de ballet es, cuanto menos, llamativo.

Mi propuesta quizás será muy poco popular (y con poco sustento, ya que he sido desde mi más tierna infancia un pésimo jugador no solo de fútbol sino de cualquier deporte), pero me pregunto si no sería un gran aporte a la formación de los futbolistas el estudiar ballet.

Y no me parece casualidad que, las pocas veces que se lo ha visto bailando, Maradona también asombrara por la elegancia de sus movimientos. Acaso, si en vez de nacer en Fiorito (uno de los barrios más pobres de los alrededores de la capital argentina) hubiese nacido en Europa del Este, Maradona habría brillado en el Bolshoi en lugar del Napoli.

Y lo que no me puedo sacar de la cabeza: ¡qué jugador de fútbol podría ser Baryshnikov si se lo propusiera!.

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