En las dos entregas pasadas esbozaba la idea de que el silencio se ha ido eliminando proresiva y sistemáticamente en la música occidental, tanto en la popular como en la “académica”. En la última, citaba a Tanizaki quien señalaba que, para la vista occidental, la sombra es una molestia. Trazando un paralelo, pienso que el silencio fue eliminado de toda la producción musical, y no solo me refiero a las pausas y respiraciones; también se ha intentado eliminar el silencio en los trazos más ínfimos. La influencia que esa concepción subyacente tenía en el canto, puntualmente en la articulación, me parece muy importante: las consonantes (que “cortan” la estabilidad de la columna de aire), han sido progresivamente eliminadas, algo que puede comprobarse comparando grabaciones de mediados del Siglo XX con las actuales (como las de Sinatra y las que hizo del mismo repertorio Michael Buble). El ruido, eso que podríamos definir (de acuerdo a todo lo comentado en la primera parte) como el sonido “sin domesticar”, también ha sido extraído cuidadosamente.

 

En la música instrumental, análogamente, también la belleza hoy en día se relaciona a la falta de ruidos, y con el ideal de un sonido constante sin “rugosidades”. Un clarinetista clásico jamás buscaría una estética como la del músico klezmer Giora Feidman. Esto es muy notable porque, entendiendo que el clarinete es un instrumento que tiende a sonar legato, también se entiende el esfuerzo que hace un músico klezmer para cambiar esa tendencia. El sonido de Giora Feidman no es producto de la casualidad sino de una búsqueda muy clara. La diferencia no es solo de “estilo”: es una diferencia de concepción sobre la naturaleza misma de la música. Por cierto, pienso que un clarinetista que abordara, por ejemplo, obras de Mozart, con estos recursos (si estuvieran utilizados con la calidad que los usa Giora Feidman, lo cual no es en lo absoluto sencillo y mucho menos es frecuente en la mayoría de los músicos de cualquier estilo) sería algo hermoso de escuchar (y no me refiero solo a los “ruidos”: también a la manera de atacar las notas desde lo agudo o desde una nota más grave, de cerrarlas subiendo la altura, y siempre “cortando” la fatigosa continuidad del soplo. Todos estos elementos no son solo “estilísticos” del klezmer, son recursos necesarios para el canto). Notablemente, nadie se ha animado a cruzar esa barrera; en cierta medida, ni siquiera el propio Giora Feidman en sus grabaciones de música clásica. Al contrario, muchos ejecutantes de música popular han buscado imitar la “limpieza” de los músicos de academia, bajo la dudosa pretensión de “jerarquizar” la música popular.

Si se compara las grabaciones de guitarra clásica de los años cincuenta (Segovia, Ida Presti, Sainz de la Maza, Anido, etc.) con las de músicos de solo treinta años después (por ejemplo, las de Barrueco, Williams, Russell) se notará el extremo cuidado de suprimir cualquier componente de ruido en su interpretación. El mismo contacto de la mano con el instrumento (algo tan propio de la guitarra) se evita cuidadosamente, con la intención de pegar los sonidos lo más posible entre sí, evitando toda porción de silencio. El “toque” (el contacto de la mano con el instrumento) se reduce al mínimo y con ello la posibilidad de transmisión al instrumento del impulso muscular (gestual) y emotivo del intérprete.

Esta concepción del legato como ausencia de articulación (consonantes) ya existe (y conviene repensarla) en la teoría musical (al igual que en un artículo previo propongo repensar el concepto que la teoría musical ha enseñado tradicionalmente sobre el ritmo, en donde también la articulación juega un papel fundamental). “Articulado” y “ligado”, para un músico que estudió en un conservatorio, son antónimos. “Articular”, en la concepción, por ejemplo, de un músico de orquesta, significa acortar las notas un poco más de lo que corresponde a su duración consignada en la partitura. Pero casi en ninguna parte se nos enseña que también en una ejecución legato es necesario articular: es decir, incorporar el “ruido” y el silencio de las consonantes (a trazo grueso, el ataque de sonido que es producido en la guitarra de diversas maneras mediante diferentes maneras de pulsar la cuerda, pero también la manera de cortar los sonidos, de la misma manera que en una sílaba puede tener consonantes al principio y/o al final) de una manera armónica al sonido (la nota en sí) de las vocales.

Ese silencio que se incorpora entre nota y nota (en ese espacio entre las notas en donde se concentra casi todo nuestro control sobre el sonido, al que dediqué un breve artículo en este blog) es análogo a la sombra que absorbe el papel de los orientales, y los músicos bien podríamos educarnos para trabajar con ese silencio y manipularlo, antes que a evitarlo sistemáticamente.

Sobre todo por un elemento que pregna al silencio cuando se combina con el sonido de un instrumento, que considero clave en la ejecución musical: la resonancia, cuya participación decisiva en la belleza del sonido y la claridad discursiva, además de la cantidad de aristas cuyo estudio supone, merecerían un artículo aparte. Decía en la primera parte de esta nota que el silencio no es en lo absoluto la ausencia de sonido, sino más bien la irrupción de un sentido diferente en él.

El concepto de resonancia, a los efectos prácticos de la ejecución en la guitarra, puede ser entendido como toda energía vibratoria (sonido) que sucede en consecuencia a la vibración de una cuerda, aún después de que esta vibración original se haya extinguido o cortado intencionalmente. La complejidad del espectro sonoro que contiene a la resonancia es mayor que la del sonido que la provoca, así como un haz de luz blanco se va refractando y descomponiendo en una gama de colores al reflejarse en distintas superficies y, sobre todo, al combinarse con la oscuridad.

Desde un punto de vista más estético, puede considerarse a la resonancia como la parte que une a la música con el silencio que la produce.

Ahora bien, la superposición de la resonancia con otro sonido, muchas veces provoca que las vibraciones se cancelen entre sí. Por esa razón, en el sonido de un solo violín podemos percibir más resonancia que en el de una fila de violines (como en las de la orquesta sinfónica, donde el sonido de los violines es más “seco”). Es decir: para que la resonancia se escuche, también es necesario dejarle un espacio. Ese espacio fundamental es el silencio. Hacer silencio es también crear espacio para la resonancia.

Esa resonancia, por tener una complejidad armónica que supera al sonido, es quizá la parte del sonido a la que más atención deberíamos prestar los músicos durante la ejecución y el estudio. Siendo que en el arte trabajamos más con el sentido que con los significados, la ejecución de notas es en realidad una excusa para poder trabajar la resonancia que es lo verdaderamente importante.

Los pequeños “huecos” que el toque del guitarrista hace en la continuidad del sonido (o la producción de las consonantes en el cantante hacen en la columna de aire) rara vez son percibidos como silencio, porque la resonancia ocupa el lugar del sonido, “rellenando” el silencio.

En la guitarra esto es más notable en algunas notas que en otras, y desde luego, es necesario el trabajo del intérprete para equilibrar esta característica en cada altura. Un ejemplo: si luego de pulsar el “Si” al aire en la segunda cuerda, se detiene la vibración de la cuerda (poniendo un dedo sobre ella), ese “Si” continúa sonando, pues su frecuencia provoca lo que se conoce como “resonancia por simpatía”, especialmente en el tercer armónico (el que se obtiene en el traste VII) de la sexta cuerda que, por estar afinada en la misma frecuencia comienza a vibrar sin que se la pulse. Apagando hábilmente los sonidos (encontrando el momento justo para cortar y la presión necesaria para hacerlo sin violencia) se puede lograr la ilusión de que estos permanecen sonando (en un artículo previo hablo de la necesidad de ajustar la métrica para favorecer la producción de resonancia). Este ejemplo sería el de uno de los casos más directos en los que la resonancia se puede aprovechar, pero hay muchísimos otros en donde su realización requiere una gran habilidad motriz y perceptiva. Esta idea, además de ser una de tantas “excentricidades” que trabajo diariamente en mi práctica y en mis clases, se encuentra (¡imagínese mi felicidad ante el descubrimiento de este pasaje!) en el “Nuevo Método para guitarra” de Dionisio Aguado, publicado en 1843, del que publiqué una reseña la semana pasada.

Las relaciones entre estos polos sinectivos luz/sombra – sonido/silencio no son casuales; en el fondo lo que subyace es la relación entre el significado y el sentido.

Las letras dibujadas sobre un papel son significados, pero la mayoría de la superficie pertenece al papel, no a las letras: el papel es todo Sentido. Es el bosque del Sentido, cuyos árboles se van talando para construir significados: el papel blanco se va llenando de letras, perdiendo Sentido y ganando Significado.

Del Estal, que además de filósofo es pintor (por cierto, la imagen de fondo de este sitio es de su autoría), también hace un “elogio del papel”, o al menos del lienzo, en su excelente libro “Historia de la Mirada”.

Para quien quiera profundizar, dejo aquí un video en donde el actor y dramaturgo Rafael Spregelburd explica en breves y contundentes diez minutos con verdadera capacidad de síntesis y delicioso sentido del humor a “El espacio como pensamiento”, como se llama el capítulo del libro citado de Del Estal en el que se refiere a esta temática, que toca conceptos tan claves para el arte como la representación, el sentido… y el fin del mundo (al que, si me he logrado explicar y, si se alcanza a comprender lo que postula Del Estal, el lector comprenderá que, tristemente, nos vamos acercando). Y agradezco a todos quienes hayan soportado la lectura de esta nota dividida en tres partes. Acaso en un tiempo continúe esta saga que, por ahora, llega a su fin. Bueno… ¡tampoco es el fin del mundo!

 


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