Frecuentemente oigo decir a colegas que el primer tramo de un día de estudio del instrumento es para calentar los músculos.

Desde ya que siempre es aconsejable no intentar forzar a los músculos cuando arranca el día. Pero quisiera proponer un camino, si no contradictorio a eso, acaso diferente.

En principio, si hace falta o si es posible “calentar”, quiere decir que diferenciamos dos estados del cuerpo que existen como posibilidad. Uno de ellos sólo es posible al iniciar la sesión de estudio, el otro lo es sólo después de una serie de ejercicios.

Muchas cosas que nos parecen fáciles “en caliente”, no lo son tanto, o a veces, para nada, “en frío”.

Ahora bien, ¿qué quiere decir “calentar”? Entiendo que nos referimos, al igual que los deportistas, a “despertar” los músculos, aumentar gradualmente el tono muscular (y la flexibilidad y la resistencia) y, quizás, poner al cuerpo en un estado más alerta que permita una respuesta más rápida de la musculatura.

En éste punto, también haría falta reflexionar sobre hacia dónde se enfoca la práctica cotidiana de un instrumento; la respuesta más evidente es “a tocar mejor”. Lo cual significaría un acuerdo total y sorprendentemente fácil si no fuera porque el significado mismo de “tocar mejor” puede variar muchísimo entre cada estudiante; pero aún, suponiendo que fuera posible un acuerdo acerca del tema, sería difícil encontrar un acuerdo en la forma de enfocarse, en el camino que se trace para lograr ese “simple” objetivo de tocar mejor.

La misma trayectoria del estudiante probablemente cambie la búsqueda que encare durante un sesión de estudio: un estudiante inicial del instrumento necesita desarrollar un muy amplio vocabulario de recursos técnicos que le serán necesarios para las obras de cualquier repertorio; también, necesita reconocer un espectro muy amplio de sonidos y respuestas de la guitarra que posiblemente apenas esté empezando a conocer (y con éstas dos aristas, inevitablemente se aparece la pregunta de en qué momento se deja de ser principiante). Un estudiante más avanzado que se presenta frecuentemente en público, además de lo anterior, necesita asegurarse de que la respuesta de sus manos será medianamente parecida en su sala de práctica que en una sala de conciertos, necesita la seguridad de que su técnica puede responder a todo el inmenso mundo emocional que se pone en juego en una interpretación, y que la ejecución en público suele potenciar, y a la vez, resolver obras de mayor aliento, duración y complejidad técnica. La preparación de una obra es un trabajo arduo en donde no alcanza el dominio de la razón ni mucho menos la preparación atlética; y la preparación (por decirlo así) técnica del ejecutante, que es de carácter general y no aplicada exactamente a las particularidades de una obra (dominio de los recursos técnicos) es inagotable: cada día de estudio se resuelve un problema nuevo, o uno viejo que se modifica con el tiempo.

En ambos casos (estudiante principiante y avanzado) hay un elemento común, que es la exploración de nuevas posibilidades. Lo más interesante es que esa exploración se suele hacer casi completamente a oscuras: no sólo se desconoce a dónde explorar, sino también qué es lo que se va a encontrar; muchas veces no se va al encuentro de algo ya conocido que se presentaba como una falta, sino que justamente recién se conoce y se reconoce un elemento cuando se lo encuentra. Acaso por ahí vaya esa famosa frase de Picasso “yo no busco, encuentro”.

Entre todas esas búsquedas, personalmente resalto una que tomo como objetivo casi principal dentro de una sesión de estudio, pero también como parámetro estético durante una ejecución, y que -me atrevo a decir- pareciera bastante descuidada en la actualidad: la capacidad para resolver movimientos complejos con soltura y elegancia. Si miramos a algunos intérpretes del pasado cercano (los que podemos apreciar gracias a filmaciones) y vemos la soltura y la liviandad con que resuelven los pasajes más complejos: el cuerpo relajado, los hombros caídos, los movimientos de las manos y los brazos plásticos, amplios y en cierto sentido, lentos. Como oyentes, ese tipo de ejecución nos produce un placer muy particular, que nos contagia un poco el estado de relajación, concentración y unción del intérprete.

(alguna vez hice ese comentario sobre el inolvidable astro del fútbol Diego Maradona, cuyas increíbles destrezas dentro del campo de juego -y la práctica constante que hacía de ellas durante sus entrenamientos– , resueltas además con una gracia semejante a la

de un bailarín, fue motivo de dos notas de éste blog)

Ese estado particular de relajación al que acceden algunos intérpretes es el que me interesa particularmente. En ése estado, los músculos experimentan, al contrario de estar “en caliente”, una sensación de calma, que bien se podría considerar el punto de partida para lograr una buena interpretación y un buen sonido. El aplomo de Aníbal Troilo tocando el bandoneón, o el de Pedro Laurenz, aún en pasajes que transmiten un voltaje musical notablemente alto (algo sobre lo que es importante prestar atención, porque frecuentemente se asocia la relajación a un tipo de ejecución tendiente a la monotonía), es algo que puede verse reflejado hasta en sus rostros.

 

La relajación muscular, bien entendida, tiene que llevarnos a una calma en todo el cuerpo que posibilite sacar lo mejor de nosotros.

Esa relajación del cuerpo se convierte también (durante la ejecución en público) en un estado de placidez que permite también la entrega artística, la conexión con el mundo emocional del intérprete y la obra; y, durante la sesión de estudio, también facilita el encuentro de aquellas cosas que se desconoce pero se anda buscando. Creo que a ese tipo de relajación se refiere Eugen Herrigel, en “Zen en el arte del tiro con arco” cuando describe ésa sensación de “la calma que antecede al sueño”.

De ese lugar, precisamente, nos encontramos bastante cerca después de levantarnos. Los músculos tienen cierta pereza y no responden de la misma manera a las órdenes de la mente de activarse rápidamente. Aparecen errores que, posiblemente, no tendríamos al estar un poco más despiertos. Para resolver ésos errores se nos presentan dos posibilidades: o “calentamos” los músculos para que actúen salvando el error, o intentamos descifrar cómo podríamos resolver esa dificultad sin apelar a la fuerza física, conservando nuestro estado de calma.

No siempre es posible conservar ese estado; pasajes de mucha dificultad nos exigen un gran trabajo durante el estudio para poder resolverlos cómodamente. Esta última palabra (“cómodamente”) me resulta muy importante: en mi propia práctica, me encuentro todo el tiempo con pasajes que puedo resolver (quiero decir, que puedo ejecutar, pese a su grado de dificultad), y sin embargo, para hacerlo, necesito aplicar una tensión extra, “despertar” a los músculos para que actúen con mayor rapidez o mayor fuerza. Éste “despertar” de los músculos también se hace extensivo a la mente, que también se pone en un estado de alerta que, a su vez, tensa más al cuerpo. La interpretación se vuelve más dura y los movimientos más veloces y cortos. Casi se puede sentir la producción de adrenalina, el aumento de la frecuencia cardíaca, el cambio de la disposición del ánimo.

Por eso me interesa dejar a consideración del lector la idea de que la sesión de estudio debería apuntar no a “calentar” los músculos, sino justamente a que nunca entren en calor.

Personalmente, cuando siento que mis músculos están “en caliente”, dejo de practicar; la práctica sólo me parece útil en un estado de absoluta calma que, inevitablemente, el flujo del pensar y el hacer, y la ansiedad (incluso podría decir la angustia) que provoca el enfrentarse a las dificultades, irá interrumpiendo lentamente. También lo hará el desarrollo del día y sus inevitables quehaceres no relacionados con la práctica del instrumento, como por ejemplo, pagar la factura del gas. Dejar de practicar en ése momento no significa esperar al día siguiente, sino quizás hacer alguna actividad mientras se espera un retorno (al menos parcial) a ese estado inicial. Esa espera también permite el descanso de los músculos, y además evita la práctica repetitiva de movimientos, dos cosas que sabemos que están asociadas a la posibilidad de una lesión muscular.

Por eso me interesa dejar a consideración del lector la idea de que la sesión de estudio debería apuntar no a “calentar” los músculos, sino justamente a que nunca entren en calor.

La aparición de una dificultad, en ése contexto, es casi un motivo de festejo, más que de angustia (así lo describí en un artículo previo, “El error y la prueba“). Y lo es así porque la respuesta de los músculos es mucho más fiable cuando están “en frío”, pues la calidad de nuestros movimientos ya no depende de nuestra fuerza física o nuestra voluntad, sino de la construcción de una habilidad en un registro mucho más profundo de nuestro cuerpo y nuestra mente. También serán más fiables las soluciones que nuestro razonamiento (o incluso nuestra intuición) vayan encontrando a esos problemas, y más fiable ese pasaje resuelto a la hora de tocarlo en público. Por el contrario, muchas veces al final de una larga sesión de estudio, la voluntad (o quizás la intuición, o la suerte) termina logrando una ejecución correcta de la dificultad en cuestión; más, lamentablemente, al otro día, con los músculos “en frío”, volvemos a empezar casi desde cero.

(Esta razón me llevó a pensar en que es necesario construirse un método racional que permita identificar un problema, separarlo del resto de los problemas, trabajarlo aparte experimentando cambios y soluciones, en lugar de repetir constantemente un pasaje esperando que se resuelva: el estudio debería apuntar a la solución no de grandes problemas, sino de construir pequeñas herramientas que puedan combinarse entre sí de muchas maneras).

Durante un concierto, la tensión emocional hará de las suyas, y el ejecutante se enfrentará a otro universo de problemas que también debe aprender a afrontar. La función del estudio diario de cara a la preparación de un concierto no debería ser simplemente resolver el aspecto mecánico de la interpretación, ni, muchísimo menos fortalecer los músculos desde una perspectiva atlética o deportiva, suponiendo que eso nos brindará una seguridad en el escenario; por el contrario, siempre debería enfatizarse la búsqueda de la espontaneidad de los movimientos, retirar todo rastro posible de esfuerzo físico para solucionar una dificultad, y también ejercitar la calma y el aplomo, tanto como la concentración; también en el acto cotidiano de sostener esa calma se va construyendo un temperamento que es muy necesario para la actuación en público.

No soy un concertista experto pero, si algún estudiante me está leyendo, le juego algunos pesos argentinos a que la calma y la concentración son dos virtudes bastante más necesarias durante un concierto que el dominio de la velocidad en todas las escalas mayores y menores.


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