Sería más bien ingenuo suponer que soy el primero en hablar sobre el silencio. Ya lo han hecho poetas, músicos, filósofos, psicólogos, lingüistas, a lo largo de toda nuestra cultura.

Hasta sería un poco soberbio el pretender decir que haré un aporte a esa nutrida bibliografía; más bien, intentaré en estas líneas ubicar varias de esas disquisiciones en la perspectiva de un músico.

La perspectiva de un músico sobre el silencio es, entre otras cosas, pragmática. No debe ignorarse que la música es probablemente una de las pocas actividades humanas (o la única) que inventó un signo para notar el silencio. El silencio en la música tiene una duración (relativamente) mensurable y es un signo de igual importancia que los que indican la producción de sonido.

Por fuera de la música, la concepción del silencio es vaga: no sin cierta soberbia, creemos que el silencio es eso que acontece cuando no estamos hablando.

¿Qué significa, entonces, un silencio en notación musical? Sin dudas, no es la ausencia de sonido (la ausencia de sonido no existe: cuando calla el instrumento sigue habiendo todo tipo de sonidos). Se podría pensar que es la ausencia de acción, pero de todas maneras esa idea no me conforma; para producir el silencio indicado en la partitura, el músico también debe realizar una acción (por ejemplo, la acción de cortar un sonido tocado previamente, en el caso de la guitarra).

En principio, podemos considerar que el silencio no es la ausencia de sonido ni de acción. Mucho menos puede ser una ausencia de sentido; empezando por el hecho de que interpretar un signo que indica silencio en la partitura implica una producción de sentido en si, y ésto sin considerar cuantos significados y sentidos puede tener el silencio. Como dice Eduardo del Estal, “cada silencio calla algo diferente”; por eso siempre tendrá distinto sentido.

En todo caso, podemos acordar en que el silencio implica, en la música, la aparición de un sentido diferente que el del resto de los signos de una partitura.

En eso el silencio se parece bastante al ruido. Ambos se oponen al “sonido” solamente desde una perspectiva semiótica. Es el proceso de semiosis (la decodificación de un signo) el que hace que digamos que alguien está hablando o callando. Al igual que en el habla, la música es una interrupción de ese silencio que reduce su significado. Así como en la óptica, la luz blanca se descompone en el resto de los colores del espectro visual (y, al igual que el sonido, también contiene otros colores -infrarrojo y ultravioleta- que no podemos percibir), el silencio (y el ruido) contienen una infinitud de sonidos. Cuando alguien habla, ese infinito se reduce a (con suerte) un número pequeño de sentidos, que es lo que posibilita el proceso de semiosis y también el de estesis (percepción de la belleza). De la comprensión cabal de ese poder infinito del silencio nace la veneración que por él tienen las culturas milenarias, las sociedades sin desarrollo industrial, y también ciertos artistas. De entre los millones de ellos que se han referido al silencio (entre los que nunca debería faltar la cita a Atahualpa Yupanqui) cito a una estrofa de una chacarera muy popular de Peteco Carabajal: ¡Cantor! Para cantar, si nada dicen tus coplas / ¡Ay! ¿Para qué vas a callar al silencio? / si es el silencio un cantor, lleno de duendes en la voz.

Atahualpa Yupanqui

Cuanto más derivo en éstas consideraciones, más voy pensando que, en la actualidad, la importancia que la música da al silencio es muy menor que la que se merece.

En la música popular, el silencio parece haber desaparecido completamente; tanto en expresiones folclóricas derivadas de tradiciones -baste pensar en artistas como Soledad o El Chaqueño Palavecino, o Los Nocheros, acaso las figuras más populares del folclore argentino de estos tiempos- como en la música pop, en donde ningún espacio está reservado al silencio; allí todo silencio se rellena con algún sonido, con un beat electrónico. Del rock directamente no hace falta que hable: desde sus comienzos está claro que siempre buscó romper con el silencio. Pero ésto no es todo, los intérpretes de música clásica actual también han ido progresivamente alejándose de esa conexión con el silencio. Escuchar una Balada de Chopin por Lang Lang implica escuchar mucho más sonido que escucharla por Cortot (entre algunos detalles a los que se puede prestar atención, si se desesa profundizar en la comparación, se puede oir que Cortot usa mucho menos el pedal, muchas veces dejando silencios entre una frase y la siguiente. El efecto de callar toda la resonancia del piano es algo que pasó completamente de moda por lo menos a mediados del siglo XX). La producción misma de los instrumentos cada vez les permite menos acercarse al silencio: los pianos cada vez más grandes, que hacen que el modelo de Cristofori de mediados del siglo XVIII parezca un instrumento diferente, los violines (incluso los instrumentos incunables de Stradivarius valuados en millones de dólares modificados para aumentar el ángulo en que las cuerdas inciden en el puente para lograr maś brillo), y, por supuesto, no nos olvidemos de un detalle que cambió para siempre la percepción del sonido: la amplificación. La poquísima relación que la mayoría de los habitantes del mundo “occidental” tienen hoy día con el sonido directo de los instrumentos es verdaderamente increíble. De allí esta frase de Atahualpa Yupanqui (perteneciente al libro Canto del Viento) que cité en otro artículo: ” Pareciera que la guitarra, cuanto más se acerca a los micrófonos, más se aleja de la tierra y sus misterios.”

¿Por qué Atahualpa dice eso? ¿Es simple conservadurismo? Quizás lo sea, pero también es bueno reflexionar qué es lo que quiere conservar un conservador. Allí radica para mí la valoración de una postura.

Si consideramos al sonido como una reducción de significado respecto del silencio, la amplificación también reduce el significado del sonido. Un micrófono (aún el mejor y más caro micrófono condenser) toma una parte del sonido, no su totalidad. Esa toma de audio, que parece objetiva, en realidad, no lo es. El micrófono “oye” el sonido que se puede escuchar a pocos centímetros de la guitarra. Otra cosa oiría si se ubicara en la mitad de una sala. ¿Qué otra cosa le puede faltar captar a un micrófono que está amplificando a un guitarrista en una sala de conciertos, si no es el silencio? Aún utilizando la amplificación cada vez que lo considere necesario (yo mismo lo hago, desde luego), siempre es bueno que el músico tenga en cuenta que, para amplificar un sonido, el micrófono (o, si se quiere, quien lo diseña y, sobre todo, quien lo coloca) selecciona de él la parte que mejor le sirva para transmitir el sonido del instrumento. Pero lo que capta un oyente en un concierto acústico no es el sonido del instrumento, sino éste en combinación con muchos más. Es decir, el micrófono capta solamente la parte del sonido que corresponde al proceso de semiosis despojándolo de la mayor parte de su sentido, porque el sentido de un sonido deriva del silencio que lo rodea. Pero aún más: el sonido de la guitarra, o cualquier instrumento musical, también tiene una complejidad. Y de ésta complejidad (que, como en el caso de la óptica, incluye frecuencias que no percibimos pero están y hacen una diferencia), el micrófono toma (nuevamente) la parte que le resulta más útil. Sólo esa pequeña parte es la que luego se amplifica.

El proceso de semiosis, decía, necesita de la reducción de sentido. Cuando vemos una letra “a”, no nos detenemos a pensar en la forma en que está dibujada, o impresa. Dos dibujos que bien podrían ser bastante diferentes, pueden ser interpretados como el mismo signo a tal punto que ese proceso de semiosis hace que dejemos de ver las diferencias (pues encontramos que tienen el mismo significado). Aún así, la diferencia en la manera que una persona escribe puede darle un sentido diferente. Un título de una novela, pongamos “Encerrados en un cuarto”, se interpretaría muy diferente si se lo viera impreso en tipos góticos o en ComicSans (mismo significado, pero diferente sentido).

En la música, aún cuando no haya conciencia de esa relación, sucede igual. De entre el continuo infinito de frecuencias de vibración posibles (la frecuencia vibratoria determina la “altura” del sonido), sabemos que la de 440hz es un La central. Cada vez que escuchamos esa frecuencia (e incluso sonidos de una frecuencia cercana), un músico escucha un La (es decir, una vibración y una altura específicas se convierten en significado musical, que puede notarse en una partitura). Ahora bien, cuando un piano toca un La central, 440hz no es la única frecuencia que está sonando, porque cada sonido tiene una frecuencia fundamental y otras secundarias. Si la mayoría de estas frecuencias secundarias guardan una relación de múltiplo de número entero con la frecuencia principal, se le llaman “armónicos”. No todo sonido tiene una frecuencia principal y una serie de armónicos. Por ejemplo, una campana tiene varias frecuencias sonando simultáneamente sin mucha relación entre sí. Un sonido aún más complejo, por ejempo, el de un platillo, contiene en sí mismo muchísimas más frecuencias vibrando a la vez. Por eso lo percibimos casi como un soplido. Podríamos decir, como un “ruido”. El “ruido” contiene una riqueza sonora muchas veces superior al del sonido y por eso contiene muchos más sentidos, haciendo mucho más difícil el proceso de semiosis.

La teoría musical del siglo XIX dividió estrictamente al sonido del ruido. Todo sonido en el que se pudiera identificar una nota con claridad (es decir, el sonido que proviene de una fundamental y sus armónicos) se consideraba sonido, y al resto, ruido. Es decir, ruido es el sonido que al no tener una serie armónica no puede interpretarse como una única frecuencia y por lo tanto no es posible de generar un proceso de semiosis (significado).

El pensamiento de las vanguardias del Siglo XX modificó completamente esta concepción, creando obras musicales que mezclaban “sonidos” con “ruidos” (como las obras para piano preparado de John Cage), o incluso, solo incluían ruidos, como la música concreta de Pierre Schaeffer. John Cage, de manera muy recordada, en su 4’33” “compuso” una obra utilizando solo al silencio como material. La definición moderna de sonido es la de todo lo que tiene una función en la música. El sonido de la sirena de una ambulancia que pasa por la calle y se cuela en la ventana de un concierto con obras de Bach es ruido. Pero esa misma sirena (notada en la partitura e incluida como un instrumento más de la orquesta) es la protagonista de muchas obras de Edgar Vàrese. Esto demostró que también el ruido puede convertirse en un significado, al igual que el sonido.

Nunca me convenzo de si eso supone una ampliación del concepto de sonido, o una reducción: el sonido musical, hoy en día, es todo sonido que se haya podido “domesticar” para su uso en la música.

Por eso, la música electroacústica y, sobre todo, la música pop electrónica, utilizan muchísimo a los ruidos como parte de su paleta sonora. La música pop electrónica es un gran ejemplo de la conquista del significado (tan temida por Eduardo del Estal, así como lo enuncia en su Historia de la mirada) del hombre sobre el bosque del sentido. Los árboles que poblaban al bosque del Sentido se ha ido “talando” y con ellos, se han hecho las cabañas que forman el pueblo del Significado. Algo tan imponente y majestuoso como el sonido de un trueno es, en la música electrónica, simplemente una textura más, portadora de un pequeño significado y de casi nada de sentido (sólo el sentido que deriva de su relación con los sonidos que le rodean). En esa idea de la reducción de sentido se inscribe la suplantación de las grabaciones de un baterista por la batería electrónica, que muchas veces utiliza sonidos sintetizados, es decir, directamente producidos por computadora. En estos “ruidos”, en realidad, no hay ninguna presencia del ruido, y mucho menos, del silencio. Absolutamente todo es significado y nada es sentido. Es decir, el ruido de la batería ha sido “domesticado”.

En el pop electrónico (que es la expresión musical de mayor masividad de la actualidad) todo es sigificado. En el rock, la búsqueda muchas veces se da a través del ruido mismo, tratando de convertir todo en ruido; hasta la voz se vuelve grito, ya desde antes de la aparición de Janis Joplin. Muchas veces, todo ese ruido (nada sutil metáfora de la explosión de sentido de nuestra cultura durante el siglo XX) dificulta el proceso de semiosis (incluso, el más básico, el de entender la letra que se está cantando, o el de distinguir un instrumento del otro).

Como decía anteriormente, el ruido, en su complejidad sonora, se acerca más (posiblemente a Atahualpa no le gustaría leer ésto) al silencio que al sonido, por cuanto no es portador de significado, sino de sentido. Este desprolijo razonamiento explica, para el autor de este trabajo) la importancia que tuvo el rock durante al segunda mitad del siglo XX: dinamitar significados con los que las generaciones jóvenes no se identificaban, y tratar de expresar a través del sentido eso que su época no les permitía. Y no solo el rock: el free jazz las carga completamente sobre la textura “burguesa” de la primera mitad del siglo XX, y, en la música argentina, Piazzolla satura su textura de elementos hasta hacerla estallar en pedazos. Si en algo coinciden casi todas las estéticas del siglo XX (música clásica “contemporánea”, rock, música pop… quizá con la excepción de la resistencia de la canción popular), es en “dinamitar” el sentido: en el rock, a través de el ruido, en la música clásica, a través de la saturación de capas de significado que terminan cancelándose entre sí; en el pop, quizás, de ambas maneras.

(continuará …)


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